martes, 30 de abril de 2013

La residencia (v.II)

Las paredes y suelos son de tonos vainilla y rosado, las puertas blancas, grandes; las ventanas hermosas e imposibles de abrir. Los árboles del jardín pueden verse desde cualquier sitio del interior. Es agradable. En las tardes que hace bueno, quedan abiertas las correderas de cristal que dan al patio, a ese patio ajardinado que llaman jardín. Los residentes y las vistas salen entonces y pasean, se airean o se sientan a jugar a los naipes o a los dados. - Escalera negra- dice Margarita. - Pero abuela, ¿qué “escalera negra” si esto es el tute?- replica Blanca. - Pues eso: el tute, mira la escalera – contesta nerviosa su abuela mientras se le resbalan las cartas por sus manitas, deformadas por la artrosis, ni sombra de lo que fueron. - Ja ja ja, estás chalá – ríe Aurora, y le pega por lo bajinis una patada a su hermana Blanca. Blanca es la nieta formalita y Aurora la divertida, cada una cumple su función. Su madre, Carmen, se lo explica despacio y deletreando bien porque a veces su madre no las comprende. Margarita no entiende sobre todo la rigidez de Blanca, que lo único que pretende es seguir las reglas del juego, tomarse en serio las normas. Blanca no entiende a Aurora que de todo hace un chiste, venga o no a cuenta. Y Carmen no entiende a ninguna de las dos, que son sus hijas; o tal vez, por eso mismo. A menudo se sienta con ellas Manolo, quien ha pasado a ser casi parte de la familia, ya que recibe pocas visitas. Otras veces, prefiere pasear en su silla de ruedas, dale que te pego, poquito a poco, y solo, completamente solo. No le importa demasiado la soledad a Manolo, se podría decir que incluso disfruta con ella, al contrario que su amiga y compañera de mesa Margarita, que se marchita como una idem si no vienen a verla su hijas o sus nietas. Una tarde, mientras Aurora se reía de los disparates jugando a las cartas con su abuela, Manolo le contaba a Blanca su vida. - Antes, cuando aún no estaba aquí tu abuela, vivía con mi esposa, María. Ahora… ¡la echo tanto de menos! - Entonces, ¿eran ustedes un matrimonio bien avenido? - Formábamos un buen equipo, sí. Fíjate bien, qué curioso. Cuando ella vivía, solíamos pasar muchas tardes en nuestra habitación, los dos sentados largos ratos, en silencio. Ella, haciendo punto o leyendo y yo, dejaba volar mi imaginación, recordando cuando éramos jóvenes e íbamos a la verbena de mi pueblo, o viendo las fotos del viaje de novios en Mallorca, ¡qué guapos y jóvenes éramos ambos!... - De eso estoy segura, Manolo, porque usted ha tenido que ser muy guapo, ¡qué digo, “era”… ES usted muy guapo… - Pues como te iba contando. Cuando la Parca se llevó a mi María, que fue una noche, de repente, repentinamente simplemente amaneció muerta, como si estuviera viva… ¡menudo susto! - Claro, claro, yo creo que yo me hubiera muerto del susto también. - Pues sí, casi casi, pero déjame que acabe… ya no me acuerdo de lo que te estaba contando… los años no perdonan… - Me decía que María era muy guapa y murió de repente. Al menos, ella no sufrió, ¿no le parece que es un consuelo? - ¡Ah, sí, mi María! … Y sin embargo, desde que me quedé solo, recuerdo aquellas tardes de soledad y silencio, y la recuerdo como era: viejita, redonda, con su moñito blanco… Pasé muchas tardes, durante varios meses, sentado y arropado con las faldillas de la misma mesa, tratando de asimilarlo, ahogado de emoción (las mujeres tenéis esa suerte, podéis llorar, en mis tiempos no nos dejaban)… Entonces no añoraba a la joven y guapa María, sino a los silencios compartidos aquí, llenos de comprensión y complicidad… - Sí, debe ser duro perder a tu pareja si ha habido esa relación tan buena… - .. Pero así es la vida, como siempre fuimos un matrimonio muy respetuoso e independiente, me acabé adaptando a la viudedad y ahora ya no siento ganas de llorar, sino gratitud por haber compartido mi vida con ella. Llega Carlos, otro residente en silla de ruedas, y ambos echan carreras por la rampa. Se ponen arriba… ¡Uno, dos y tres! Y se lanzan hacia abajo a ver quién llega antes. - ¿¡Ya estamos echando carreras?! - les regaña, Patricia, la monitora - Pero Señorita – protesta Carlos – no hay ningún peligro. ¡¡¡La rampa tiene muy poca pendiente y no vamos tan deprisa!!! Carlos es un chico joven, cuarentaytantos, que se quedó así después de un accidente en moto. No es viudo sino soltero. Nunca llegó a casarse y ahora menos aún ¿qué mujer conviviría con un hombre tan dependiente y que necesita tanta ayuda? Pero él no pierde la esperanza y coquetea con todas: enfermeras, monitoras. Cuando divisa a Blanca o Aurora, se acerca con descaro: - Un beso, reina mora, O - Deja que te bese, princesa mía Besos que ellas le dan, claro, son bien educadas, pero con discreción, no como él quisiera. Pero no importa, porque ese día él se queda más contento y ellas lo saben. A las siete y media, las visitas se van marchando porque a las ocho es la cena. Algunos acompañan hasta la habitación al residente y otros se despiden allí mismo, en el patio ajardinado al que llaman jardín, cuyos árboles se ven desde casi cualquier sito del interior. Las paredes y suelos son de tonos vainilla y rosado, las puertas blancas, grandes; las ventanas hermosas e imposibles de abrir.

lunes, 29 de abril de 2013

Doña Rosita (I)

- Pero bueeeeno – dice Ramón, siempre con la misma cantinela. Ramón y Doña Rosita son muy buenos amigos, en el comedor se sientan en mesas contiguas y siempre se saludan y se dicen cosas. - Tómate la pastilla, ya sabes que si no, tu hermano se enfada contigo. - Pero bueeeeno – contesta él, mientras la sonríe. Ramón solo sabe decir esa frase. No es muy mayor, pero tuvo una enfermedad y se le quedó mal esa parte del cerebro que afecta al lenguaje. Como Doña Elena, la compañera de mesa de Doña Rosita, que solo puede decir “sí”, “no” y “vaya”, y ahora está muy contenta porque la logopeda le ha enseñado a decir “hola” y anda todo el día saludando a todo el mundo. - Hola – le dice a su hijo cuando viene a verla. - Hola – contesta él, educado - ¡qué bien, mamá! - Hola – repite Doña Elena cuando llega al comedor y entra Ramón. - Pero bueeeeno – contesta él. Siempre contesta lo mismo Ramón. Las señoritas de la bata blanca le insisten en que tome la pastilla de color amarillo. A veces, si se pone muy terco y no se deja, las auxiliares llaman a “la que manda” para que le obligue. Ramón respeta a la autoridad y se la acaba tomando. Un domingo, la señora directora no estaba y Ramón se resistía a tomar la pastillita; no hubo manera. Esa misma tarde tuvieron que llevárselo a Urgencias e ingresarlo en el Hospital porque le había dado una crisis y allí permaneció ingresado cuatro ó cinco días. - ¿Lo ves? – le dijo su hermano Carlos, enfadado- Basta una sola vez para que te pongas peor; te lo ha explicado mil veces el Doctor Notekuro. - Pero bueeeeno – contesta él. - Cuesta trabajo creerlo pero es así - le contaba Carlos a su amiga Rosita- Basta la falta de una dosis para que surja una crisis, porque esas pastillas de color amarillo son muy importantes. Como también lo son las rojas y blancas, las azules, todo el arco iris de pastillas que recetan los médicos son necesarias. Los doctores llevan bata verde. Todos en el centro llevan bata; la de los médicos es de color verde claro, por regla general ellos preguntan mucho, hablan poco y escriben mal. Todos los “batas verdes” son así excepto el Dr. Notekuro, que es un joven chino que tiene una letra clara, inteligible y bonita. No tiene bazar; eso, sus padres, pero su historia merece otro cuento. Como decía, todos llevan bata, todos excepto “la que manda”, a quien la distinguen por el ruido de sus tacones y porque lleva un cartelito colgado del cuello con una cinta que pone “Dirección”. Cuando la crisis de Ramón y su ingreso en el Hospital, Doña Rosita estaba muy triste. Doña Elena también estaba preocupada, aunque no fuera tan amiga suya. Por eso, el día que volvió a ver a Ramón, le dijo - ¡Hola! – con una voz que sonó especialmente alegre. Los “batas azules” enseñan ejercicios, entretienen o proponen actividades voluntarias. Algunas veces, los “batas verdes” aconsejan determinada actividad: hacen un garabato en su papel y se lo dan a “la que manda”; entonces ella se encarga de que esa actividad no sea voluntaria, sino obligatoria. Por ejemplo, cuando Doña Rosita se cayó al suelo y se rompió la cadera, estuvo bastante tiempo yendo al gimnasio a Rehabilitación. Allí, además de la tabla común, los fisioterapeutas le enseñaron ejercicios especiales hasta que mejoró y pudo dejar su silla de ruedas. Un día, en el gimnasio, Doña Rosita casi se pega con otra viejecita. - Mala, más que mala – le decía Rosita a Otra mientras le daba con su bolsito. - Y tú guarra, que eres una guarra. Te cuento un secreto y se lo vas contando a todo el mundo – replicaba Otra. Recuerda a un jardín de infancia. Doña Rosita es una señora menuda, muy elegante, vestida siempre como para ir de fiesta. “Otra” es con quien regaña, una señora un tanto desaliñada, apenas sin peinar. Unas veces son amigas íntimas y otras se pegan. Son como niñas, a pesar de tener entre las dos más de siglo y medio. La vida aquí es entretenida. Incluso a veces, divertida, aunque pueda tratarse de asuntos algo peligrosos. Eso pasó la otra tarde. Doña Rosita tiene ya ochentaytantos y siempre fue muy coqueta. A ella le gusta mucho ir de tiendas, desde siempre, pero no a cualquier tienda, no, sino a las más caras, a las de firma, a las de nombre, a las mejores. En sus años de casada se lo podía permitir, aunque tuvo también sus momentos difíciles y sabía tirar con uno o dos modelitos al año; estiloso y de calidad, pero solo un par. Eso sí, en tiempos de prosperidad, se permitió holgadamente tener un armario como una princesa, al menos en calidad. Así vivió Doña Rosita hasta que tuvo la desgracia de enviudar y, a partir de ese momento, su economía comenzó una trayectoria caótica sin retorno. Nunca se le dieron bien las matemáticas, de modo que al enviudar, su hijo mayor se encargaba de llevarle las cuentas quien no acertaba a comprender como su madre viviendo sola gastaba más que su propia familia, compuesta por los padres y tres niñas. La puntilla fue hace bien poco. Alrededor de una mesa, se organizó de forma espontánea un debate sobre ventajas e inconvenientes de utilizar dinero papel, tarjetas de débito o de crédito o cualquiera de las modalidades de compra que van surgiendo. Doña Rosita opinó: - Pues a mí, lo de la tarjeta me gusta muchísimo, es la mar de cómodo: la metes en un cacharrito, el dependiente le da a un botón y yo solo tengo que firmar. No hay que pagar ni nada, ellos se encargan de todo. Pienso yo si será propaganda de los comerciantes o algo así… Sus dos hijos, presentes en la conversación, se cruzaron las miradas con los ojos muy abiertos durante un par de silenciosos y gélidos segundos. Al final, “la que manda”, también presente en la tertulia, estalló en carcajadas y le dijo, besándola: - Doña Rosita: me ha inspirado un relato, esto tengo yo que contarlo. Muchas gracias, es usted un encanto. Queda demostrado que la realidad supera la ficción y que la vida misma es constante fuente de inspiración.
Ilustración: dibujo original de Javier Fernández Jalvo para este relato. Gracias, Javier, you are really great!